Llegamos
ahora a otro grupo de fenómenos de la conciencia que aunque se
derivan del deseo
forman una clase aparte. Se llaman ‘emociones’ y son resultado en
parte de la actividad
del cuerpo emocional, y en parte de la actividad del cuerpo mental.
Hemos
visto que el deseo, en su aspecto elemental, se caracteriza por la
atracción y repulsión
hacia objetos, y porque pone en actividad los poderes mentales para
obtener o evitar
esos objetos. Uno de los resultados de esta íntima y constante
relación entre el deseo y el pensamiento, es que nacen diferentes
clases de emociones. Eso hace de la emoción un estado complejo de
conciencia, constituido tanto por el deseo como por el pensamiento En
el caso de algunas emociones, esto no parece muy evidente; pero si se
las analiza minuciosamente se encontrará siempre la presencia de los
tres elementos esenciales: sentimiento, atracción o repulsión, y
pensamiento, en intensidades y proporciones diferentes. Así, cuando
admiramos un bello atardecer puede parecer superficialmente que la
emoción no contiene el elemento de atracción o repulsión; pero un
detenido análisis del estado de la mente mostrará que está
presente el elemento de placer y la consiguiente atracción o deseo.
El hecho mismo de gustarnos contemplar ese atardecer, muestra que
existe el elemento de placer y atracción; cuando vemos una cosa
horripilante le volvemos la espalda instintivamente. No hace falta
entrar en más detalles sobre esto; podemos pasar a la cuestión más
importante de la relación entre diferentes emociones y su papel en
la vida.
Vistas
superficialmente, las emociones tan variadas que experimentamos en
diversas épocas
y ocasiones parecen formar una maraña sin base para su
clasificación. Incluso la psicología
moderna con sus extensas investigaciones y su afán de clasificar no
ha intentado esta difícil tarea de poner cierto orden en esta
esfera aparentemente caótica de la mente. Pero esta confusión y la
ausencia de un principio guiador para clasificar las emociones, es
apenas aparente. Todas las emociones se relacionan entre sí, y esta
relación ha sido estudiada con mucha aptitud y cuidado por el doctor
Bhagavan Das en su bien conocido libro La Ciencia de las Emociones.
Muestra que todas las emociones nacen de dos emociones primarias:
Amor y Odio, basadas en las atracción y la repulsión. Cuando estas
emociones de amor y odio se dirigen hacia un superior, un inferior, o
un igual, asumen aspectos diferentes; y las permutaciones y
combinaciones de estas seis emociones secundarias (tres derivadas del
amor y tres del odio), al combinarse con otros factores mentales, dan
origen a la mayoría de las emociones que los psicólogos conocen. No
es necesario entrar en mayores detalles sobre esta cuestión ahora,
sino pasar de una vez a ver por qué esta idea fundamental afecta
nuestra vida y cómo podemos utilizarla sistemáticamente
para la formación del carácter.
Puesto
que toda vida, cualquiera que sea su forma y plano en que se
manifieste, es una sola en esencia y es expresión de la Vida Divina,
todos estamos unidos por lazos de unidad espiritual que no podemos
ver en los mundos inferiores de ilusión y separatividad. Y todo
cuanto marche en armonía con esta verdad fundamental, con esta ley
de unidad, debe producir felicidad. Y todo cuanto establezca
conflicto con ella debe causar infelicidad y daño. Por eso es que el
amor, que es el cumplimiento de esta ley de la Unidad, invariablemente
trae felicidad, y que el odio, que no tiene en cuenta esa ley, es
fuente de miseria
sin fin. Esta ley de la Vida Una no es una doctrina religiosa
hipotética que hay que aceptar
como de fe, sino una ley que podemos comprobar fácilmente con unos
pocos meses de experimentación. Cualquiera que desee comprobarla,
anote sistemáticamente en una libreta de apuntes la condición de su
mente (en cuanto a felicidad o miseria) al experimentar
con estas diferentes clases de emociones basadas en el amor y el
odio. Encontrará
con sorpresa que el amor y la felicidad siempre marchan juntos, y que
otro tanto ocurre con el odio y la miseria. Y que lo que han enseñado
todos los instructores religiosos acerca de la necesidad de cultivar
el amor, es realmente cierto y se basa en la experiencia efectiva.
Al
hombre común y corriente puede parecerle extraño que todos los
seres humanos estén unidos
por lazos invisibles de unidad espiritual, y que, no obstante, peleen
y traten de destruirse
unos a otros y causen tanto conflicto en el mundo. Pero esto se debe
a que la mente
inferior cubre y oscurece esa conciencia de la unidad y hace que cada
individuo se sienta
como una unidad aislada e independiente. Cuando se suprime este
obscurecimiento, la unidad espiritual se revela, y entonces a ese
individuo le es imposible odiar o perjudicar a nadie.
De
esto se sigue que si queremos ser felices siempre, hemos de eliminar
completamente de nuestra vida todas las emociones basadas en el odio,
y cultivar tan por completo como podamos
las que tienen sus raíces en el amor. Pero la ley del hábito nos
gobierna tanto en el mundo emocional como en el físico; tendemos a
dejarnos arrastrar por emociones que habitualmente nos complacen, y a
hallar difícil despertar emociones que no sentimos frecuentemente.
Por eso el problema se reduce a que cultivemos sistemáticamente
hábitos emocionales buenos, que implantemos y alimentemos los que se
basan en el amor, y extirpemos los que se derivan del odio. La
clasificación de las emociones a que ya se hizo referencia, nos
guiará para distinguir entre esas dos clases de emociones y poder
formar una vida emocional sana.
Cuando
empecemos a reconstruir de esta manera nuestra vida emocional,
observaremos que lo que en realidad estaremos haciendo es cultivar
virtudes y desalojar vicios, los cuales en la mayoría de los casos
no son más que hábitos emocionales basados respectivamente en el
amor o en el odio. Veremos así que llevar una vida virtuosa no es
sólo cuestión de desearlo o de aspirar a ello, sino de formar
hábitos emocionales correctos. Y que esta tarea puede acometerse de
un modo sistemático y cumplirse con la ayuda de las leyes que operan
en este campo.
Esta
relación de las emociones con las virtudes y los vicios, muestra también, incidentalmente,
el papel que juega una vida virtuosa dentro del problema mayor de la Realización
directa. El sólo cultivo de virtudes asegura una vida emocional sana
y correcta, pero apenas desempeña un papel subordinado aunque
importante en esta Realización. Vivir virtuosamente es necesario
como base para la vida superior del Espíritu, pero no puede
sustituir esa vida. La meta del esfuerzo humano está mucho más alta
que el mero vivir virtuosamente: es la Realización Directa.
Solamente cuando un individuo ha encontrado esa Verdad de la
existencia y vive a la luz de esa Realización, puede gozar de paz
permanente y estar por encima de los torbellinos e ilusiones y
sufrimientos de la vida inferior.
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